domingo, 31 de agosto de 2008

Inocencia y culpa.


El sol calcinaba la siesta santiagueña, nadie sabe exactamente por que un santiagueño duerme siempre siesta, la ignorancia mueve las lenguas de los que hablan por hablar. Tomé mi gomera (así se llama en Santa Fe a la honda ciudadana), salí por enésima vez del inmenso patio de tierra de la casa de mis abuelos, rumbo al montecito cercano (en realidad en ese pueblito santiagueño casi todo era monte) dispuesto a seguir aumentando mi autoestima de niño con mucha puntería para matar pajaritos. De pronto se presentó la primera posible víctima, un chingolo, pajarito parecido a un gorrión con un canto muy armonioso y dulce, que saltaba (se mueve dando saltitos) de rama en rama sobre un espinillo, árbol muy común en la geografía santiagueña.
Preparé mi gomera, la “cargué” con mis bolitas de barro, (estas se hacían con tierra colorada y agua, se amasaba, se formaban tiritas, se las cortaba del tamaño deseado y poniendo un trozo entre ambas palmas de las manos, se les daba forma de esferas en movimientos circulares y se las deja secando al sol) de las cuales contaba con una gran provisión en mis reventados bolsillos. Sigilosamente esperé que el pajarito se colocara en una posición óptima para un certero disparo, y cuando eso sucedió procedí a ejecución, con el resultado que esperaba. El certero impacto derribó al pajarito en cuestión, que cayendo por entre las ramas del árbol, terminó en aleteos sobre el seco pasto del monte.
Acá cambió la historia, acá ocurrió un clic interior que modificó mi conducta de “niño asesino de pájaros”.
Al ver el esfuerzo que hacía el ave por levantarse, una gran pena interior se apoderó de mi, un terrible sentimiento de culpas (tenía apenas 11 años, de aquella época, año `68, diferentes a los 11 años de los niños de ahora), tomé el pajarito entre mis manos, intenté de todas maneras que no se muriera, pidiéndole que no lo haga, dándole la ternura en caricias sobre sus plumas, aplicando la inocente creencia que si le soplábamos “el culito” a un pajarito, este no se moría.
Nada funcionó, el chingolo se murió.
Lo tomé suavemente, caminé casi con lágrimas hasta un espacio abierto cerca de otros árboles, cavé un pequeño pozo en la tierra y lo sepulté.
A partir de ese día, nunca más maté pajaritos y la gomera solo sirvió para competencias con mi hermano mayor, de tumbar latas con bolillas de paraíso en el patio de tierra de casa.

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