domingo, 25 de enero de 2009

Los dueños de la pelota

De niño, aún lo recuerdo: mi sueño, al igual de otros niños de ese pueblo que apenas tenía cuatro calles de tierra, el resto era silencio; era tener una pelota de fútbol de cuero. Papá Noel en ese entonces tenía otras prioridades, diferentes a mis deseos. Alguno de esos niños con un poquito más de suerte pudieron tenerla. Entonces fue que descubrían mis ojos de niño una nueva realidad; yo era gordito y para colmo jugaba muy mal al fútbol y prohibía mis derechos a ser igual que el resto.


Cuatro calles locas, mil delirios de pueblo,
siestas de gorriones, el calor sofoca al aire;
mi padre y un sermón ¡no te escapes a la siesta!
el sol quemará tus razones ¡te abrirá la cabeza!

Yo y mi hambrienta libertad de infancias
hacía caso sordo al corte de mis alas;
escapaba sigiloso por la cómplice ventana,
ella era mi luz, a mis sueños me llevaba.

Tras las viejas vías, una cancha improvisada;
arcos de torcidos palos, ramas de paraísos,
líneas marcadas con zapatillas de plásticos
embarradas de sudor y de sueños de ídolos.

Él llegaba orondo, rodeado de sus amigos,
pelota bajo el brazo marcando el mundo es mío;
luego, las precisas pisaditas para armar los equipos,
siete por cada bando, siempre sobraba el gordito.

Mi voz entonces era más suave que un trino,
murmuraba en mi tristeza quiero jugar el partido
y encontraba sus respuestas en delirantes alaridos:
¡somos siete contra siete, si me canso entrás gordito!

El tiempo siguió creciendo, mis alas nunca cayeron,
a pesar de tantos cielos, de tanto mundo confundido
y en mi mochila de años sigo cargando mis sueños,
aunque en la cancha de adultos la pelota tenga dueño.

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